martes, 20 de enero de 2009

TRANSMUTACIÓN
Cap 1

(Homenaje a la señora Arroz)

Cuando vio el mundo nuevamente, no había cambiado mucho: seguía siendo baja, de cabello negro y muy blanca. Sus ojos seguían siendo vacuos y sarcásticos, y adoraba dormir mientras los demás despertaban. Siempre había sido una noctámbula empedernida y fueron pocas las ocasiones en las que durmió una noche entera; era más normal que fuese una mañana completa.
Los pocos cambios que notaba eran más de forma. La forma de sus uñas, ahora largas y traslúcidas, o que ahora su boca peleaba con dos nuevos compañeros muy afilados. Esos eran los cambios. El resto continuaba igual.

Tomás la veía desde una prudente distancia, con algo de atención, pero poco entusiasmo. Ya lo había visto antes, así que le causaba poca curiosidad. Esta vez no lo había hecho en principio con el propósito de ganar una más, sino por el mero gusto de la experimentación. Pero nada había nuevo, el mismo ritual de siempre fue lo que vio: muchos espasmos, limpieza total y luego la germinación de la nueva vida que no quería dar. Hubiese sido todo más interesante si ella hubiera muerto o mutado en algo diferente.

Nada extraño ocurrió, para ninguno de los dos: Tomás yacía al lado de Lucía, la tomó de la mano y le dijo “¿Sería un cliché decir ‘Bienvenida a la Noche’?” y ambos rieron. Ella no tenía muchos alientos para contestar, se sentía cansada, pero de una forma diferente… Vaya, lo primero extraño que sentía: cansancio. Creyó que no se cansaría jamás.

Ahora mover sus manos se sentía complicado, “Mientras me ubico en esto”, pensó. Tomás simplemente la miraba, intuyendo los pensamientos que antes eran tan fáciles de leer. Ahora pertenecían a las sombras brillantes, y él podría besarla sin pensar que se trataba de un aperitivo. Lucía no pensaba en eso, a ella jamás le importó eso. Su objetivo era convertirse y aprender a no morir nunca, a respirar el aire de todas las noches sin aburrirse. Había leído sobre la trampa de la inmortalidad y deseaba huirle. Quería saborear la eternidad entera.

Se levantaron de la hierba tiempo después de que todo esto sucedió, porque las estrellas se veían increíbles desde el punto que ambos habían elegido para convertirse. Tomás sentía las hojas tras de sí sin inmutarse, disfrutando el pequeño dolor que le daban en la piel. Era un hombre agradecido y esto no era más sino otro pequeño milagro.

Hace muchos años, Tomás fue monje. Uno muy malo en los quehaceres, que le daba trabajos a los demás de su comunidad, pero: ¿Qué se podía esperar de un pequeño de 12 años obligado por sus padres y su vocación al servicio del Señor? Era considerado un adulto entonces, pero él no sabía manejar esa responsabilidad. Un día jugaba en el pórtico de la casa de sus ancestros, al siguiente era un monje aspirante a copista. Sin embargo, cinco años después se acostumbró a ser un monje malo que daba muchos problemas y prefirió divertirse a costa de las estrictas reglas de sus hermanos.

Una noche lo convirtieron y no pudo seguir disfrutando de las pilatunas inocentes que cada día se le ocurrían entre los pasadizos del inmenso castillo que algún noble les entregó hacía ya un siglo para pagar alguna pilatuna peor, de esas que no se podía perdonar sino con propiedades y oro. Ahora debía huir lejos, pero con cautela, pues la mujer que lo convirtió necesitaba apoyo ahora, porque se encontraba en medio de una guerra y debía ganar. Tomás no sabía de qué hablaba, pero sin embargo la acompañó por los caminos de los peregrinos algunos años, hasta que cambiaron los caminos y Tomás simplemente se cansó. Se cansaría muchas veces más de los problemas, de la gente, de la alegría y de los lugares.

Gracias al Señor, siempre, al darse una vuelta, volvía a su país y ya era completamente diferente: quienes había conocido vivían y morían, las calles cambiaban, las casas se construían a veces más grandes y otras más chicas y su país iba cambiando de nombre, a medida que las guerras iban y venían. Eso era lo que hacía de este mundo un lugar vivible, si absoluta maleabilidad.

...


JO

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