jueves, 22 de enero de 2009

TRANSMUTACIÓN
Cap 2



No habían pasado más de diez años, cuando Tomás decidió irse a recorrer el mundo solo. Era más práctico así y él siempre había sido alguien que no desperdiciaba energías en cosas que no fueran sencillas. Su compañera se cansaba de todo y resultaba incómodo caminar a su paso pensando que siempre habría de perseguirla, rogando que en una de sus rabietas no lo mandara a volar, figurada y literalmente.

El día que estos eventos ocurrieron él dijo que iría a caminar y no volvió. Tampoco mintió. De ella no supo más… tal vez había muerto o depronto simplemente ella le huía tanto como él lo hizo las primeras décadas. Su sombra era un recuerdo incansable, que lo cazaba en cualquier recodo remoto donde se sintiera medianamente cómodo. Tal vez el pragmatismo había ganado la primera batalla, pero los recuerdos durante mucho tiempo ganaron la guerra. Ana era una mujer tanto impresionante como fuerte y su influencia era total. No se podía respirar si ella no lo quería, todo a su modo, todo con precisión de relojero. Era un placer sofocante y una seguridad estúpida a los ojos de Tomás. Cuánto lo extrañaba.

Con Ana, Tomás nunca tuvo que preocuparse por más cosas que por seguir las instrucciones que ella le comandaba. Sin embargo, un alma rebelde difícilmente aguantaría una dieta tan estricta y desde entonces Tomás se alejó de las personas voluntariosas al notar los primeros síntomas neuróticos que lo llevaban a los ojos grises de Ana. “Ana, la Malsana” la llamaba para sí, y ahora se reía para sus adentros cuando su cabeza le traía estas palabras.

Por eso se encariñó con Lucía, parecía una mujer dócil sin perder carácter, tranquila, libre e independiente. No quería traer consigo un lastre o convertirse en maestro de nadie. Pasó mucho tiempo antes de aprender cómo evitarlo, pero finalmente Ludwig se lo comentó casi sin querer, caminando por el oloroso Támesis un día nublado, y desde entonces la cabeza le daba vueltas en las mañanas con la idea. Soñaba constantemente con ello. Sentirse finalmente normal. Hubo de pasar casi un siglo para sentir las hojas caídas como las sentía ahora, de ahí que elevara una plegaria muda con sus ojos muy abiertos para que todas las estrellas de la bóveda celeste entraran en ellos.

Lucía había sabido desde siempre que su lugar en el mundo no era claramente definido. Vio a todos los que la rodeaban, a quienes conocía de toda la vida o por unos instantes, y sintió que todos tenían un camino definido que algún orden cósmico les había provisto. Para ella no había caminos asignados, su vida era un ir y venir de experiencias nuevas, algunas obligatorias, otras optativas. No encontraba un rumbo claro y luego de mucho sufrir con ello se rindió y prefirió dejarse llevar, por la mera curiosidad de saber qué seguía. Al menos eso lo tenía claro: quería saber qué seguía durante años, decenios, siglos. No se conformaba con pensar en un horizonte de cincuenta años a lo sumo, su cabeza sobrevolaba espacios más altos.

A Lucía le encantaba leer de la historia de los pueblos, sus costumbres y mutaciones. Había unas culturas de las que disfrutaba explorar más que otras; los celtas eran sus favoritos. Le encantaba saber que de un grupo de guerreros salvajes, sedientos de sangre y amantes de la naturaleza hubiera aparecido una raza que conquistó un vasto imperio y lo perdió, para luego ser reconocidos por sus buenos modales y búsqueda de la paz. La ironía acompañaba a la historia en cada uno de sus capítulos, haciéndola parecer más un cuento de humor negro que una materia digna de estudiarse y eso le fascinaba. Sin embargo, a la hora en que a todos los mortales del siglo veinte y veintiuno les imponen la decisión de elegir un camino, al menos profesional, ella no optó por la historia. Prefirió irse por lo seguro y estudiar algo en lo que fuera buena y eligió arquitectura. Tarde o temprano encontraría la forma de que su pasión y su ambición llegaran a una sana simbiosis. No había prisa.

Desde esta decisión, las líneas serían sus acompañantes más frecuentes. Las estudió, las aplicó, las veía por todos lados, en cada edificación y monumento, en las vías y el computador. Las líneas lo componían todo. A menudo las seguía con la mirada hasta que se perdían en una esquina, o en el inicio de una persona que se unía perfectamente a la estructura por un momento mientras caminaba. Allí terminaba la línea y Lucía se sentía un poco huérfana, pues debía volver a mirar el mundo en general, hasta encontrar una nueva línea qué seguir.

Un día iba persiguiendo una línea especialmente larga, de esas que hacen caminar para poderlas seguir, cuando Tomás se topó en medio de su línea y acabó la magia del infinito. Lucía lo miró con desprecio y le sostuvo la mirada cuando Tomás la miró fijamente preguntándose el porqué de esa mirada. Cuando no obtuvo respuesta gestual o algún tipo de disculpa, sino una larga mirada sostenida de desprecio, Tomás se acercó.

1 comentario:

Caselo dijo...

Hola mi querida amiga. Recuerdo cuando leí por primera vez este cuento. Creo que faltan todavía más capítulos, pero mantango la impresión que me dejó: es una buena historia. Sólo una recomendación. Trata de usar otros conectores diferentes al sin embargo. No es que esté mal, pero como eres escritora me parece que puedes tomar otros recursos del lenguaje para expresar tus ideas. Te hago esa observación porque me di cuenta de que usas seguido el "sin embargo" y puede sonar repetitivo. Por lo demás me encantó. Un abrazote

Carlos Eduardo