lunes, 3 de septiembre de 2007




Una noche como todas, mis pasos decidieron detenerse.
Era el rumor de la serena brisa, que me había perseguido en las noches más oscuras,
pero que no leí entre mis miedos y trebejos.
Ahora estaba frente a mí, para recordarme la calma.
Antes, había reservado la felicidad para una tormenta,
y ella me devolvió el favor entregándome al delirio,
el camino desapareció de su cause y mis alas se replegaron hacia los límites
de lo que mi corazón pudo aguantar.

Y el mundo giró y volví a ver al cupido escurridizo,
desde las fauces de la vanidad y la locura,
creí, me entregué, pero encontré la puerta muy pronto
y decidí tomarla.

Dos pasos dí fuera del círculo, fuera de la magia agobiante e irresistible,
cuando de la nada llegó la brisa conocida,
la calma profunda, el placer de una voz nueva, pero antigua,
salida de los confines de una memoria que no logro descifrar.

Pero prefiero no perder el asombro, Muerte eterna,
pues ni tus manos, ni tus palabras lo tocan,
ni tu prisión lo detiene,
hay sólo una visión de una noche en un lago enmarcado de estrellas
y el sueño de dos cómplices de la noche a quienes el frío no teme.

... Sólo la calma, la dulce calma milenaria, que ya fuera leída como leyenda,
ha llegado a la médula de este castillo que recorren dos sombras
inquietas y perdidas entre sus ojos,
esperando por lo que el tiempo ponga en sus manos
y viendo cómo se aclara la noche en el resplandor de sus anteojos.


JO

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