miércoles, 24 de octubre de 2007

DEATH DAY



Aquél era un buen día para morir.

Era un día lluvioso, como todos los demás, pero hoy no había problemas, ni tristeza, ni amargura. El hoy de Marisa podía ser como cualquier otro día, y por eso era un buen día para morir sin dejar rastro en este mundo.

Marisa no era una persona con tendencias suicidas, pero desde hacía algunas semanas la idea de la muerte le parecía más que cotidiana, deseable. Desaparecer del mundo como se entró, como un accidente que la naturaleza había decidido enmendar, se veía desde el punto de vista de Marisa como algo natural y justo. El día que ella encontró esta verdad en cualquier paso que dio camino a casa se sintió relajada, como si estuviera a punto de pagar una deuda, pero no había encontrado el momento justo para aceptarlo completamente y recurrir a medios posibles de escape.

Tomar su vida por propias manos no era una opción, carecía de sentido. Prefería buscar que alguién más tomara la decisión por ella, tal y como sucedió al momento de nacer. Aquel día Marisa se puso sus zapatos sabiendo que en la noche no estaría en condiciones para quitárselos y salió a la calle.

Caminó diez, tal vez quince cuadras y tropezó con algo. Era algo usual en su vida tomársela a los golpes, y prosiguió, haciendo un breve reparo en que alguien la veía de lejos; un hombre jóven de tez trigueña le seguía con la mirada y le regalaba una sonrisa cómplice "este es un buen momento para conocer extraños peligrosos"-se dijo, mientras se aprestaba a abordar al hombre.

"Sígueme" fue su primera y casi única palabra de la tarde. Marisa lo siguió y llegaron a un lugar tranquilo, donde el extraño la besó apasionadamente. La tranquilidad de su último día se vio opacada por este atractivo insuceso, pero no la iba a hacer perder el rumbo; Marisa sabía que ese día moriría. No podía ser otro.

Continuaron besándose por las calles y avenidas, por los parques. El extraño quiso decir su nombre y entablar conversación, pero Marisa no estaba interesada, quería solo concluir el día con su muerte sin mayores remoridimientos ni pesares, dejarlo todo atrás y conocer lo que seguía.

Al llegar a una cuadra sin nombre, se sentaron en la acera a respirarse mutuamente con desapego y atracción. El hombre jadeaba en deseos por la extraña, sin percatarse de los fervientes deseos de morir de esta. Sin embargo, algo sospechó cuando Marisa llamó a un pordiosero de la calle para entablar una conversación acalorada. La extraña le llamaba por nombres, alentándolo para una confrontación, hasta que aquel sacó un cuchillo escondido en cualquier parte de sus haramos e intentó agredirla. El hombre no lo pensó siquiera y se avalanzó a evitar el choque, pero notó con suma sorpresa que el cuchillo le había perforado algún punto entre sus costillas y la sangre salía copiosamente de un costado.

Marisa sabía que ese día estaba signado por la muerte, pero ver cómo se iba la vida de su acompañante por su causa la hizo reaccionar. Tomó el cuchillo clavado, le propinó algunas puñaladas al mendigo asesino y luego decidió encargarse del hombre que había tratado de brindarle unas buenas últimas horas. Nada pudo hacerse, así que caminó hasta su casa.

Una gran fiesta sorpresa de cumpleaños fue organizada aquel día por los amigos y conocidos de Marisa en casa y los invitados la esperaron ansiosa hasta que apareció con su camisa ensangrentada y sus ojos perdidos. Cuando todos ellos le preguntaron por esta escenta tan poco apropiada para un día de celebración ella sólo pudo sollozar porque había perdido la oportunidad de morir en un día perfecto.


JO

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